Si alguna vez has tenido el arrebato de sentarte delante del ordenador o de una hoja en blanco, y ponerte a escribir, aunque solo fuese una tarde de aburrimiento, puede que te sientas identificado con esto: Tienes una idea en la cabeza y te lanzas a plasmarla en palabras, empiezas a escribir y te quedas sorprendido por la facilidad en la que las palabras acuden a ti. Posees un dominio de la lengua que no creías tener y piensas que el mismísimo Cervantes estaría orgulloso de ti.
Bueno, siento decirte que no es así, lo que estás haciendo es cometer tu primer error de novato. Sientes tu creatividad desbocada, liberada por fin después de su injusto encarcelamiento, fluyendo en un torrente descontrolado. El primer error es creer que necesitas agarrar con todas tus fuerzas el hilo de la narración y demostrarte a ti mismo que mantienes el control, pero al final lo único que estás haciendo es llevar al lector a marchas forzadas por un mundo que acabas de crear. Estás inseguro, piensas que debes demostrar algo, conseguir que los demás se crean la mentira que has construido y al final se la terminas imponiendo. Con eso lo único que consigues transmitir es eso mismo, tu propia inseguridad ante lo que estás contando.
Por suerte, es fácil, con un poco de práctica, solventar este error tan habitual. Tan solo tienes que considerar al lector tu cómplice. Piénsalo: él va a estar ahí, participando en el relato y formando parte de la historia. No lo menosprecies, no lo tomes por idiota, piensa en él como un fiel compañero, no hace falta que le expliques todo, no hace falta, solo explícaselo bien y que su imaginación e inteligencia harán el resto.
Para que quede claro de lo que estoy hablado pondré un ejemplo. El siguiente párrafo bien podría aparecer en el escrito de un autor novato que se enfrenta a una página en blanco por primera vez:
Llevaba tanto tiempo esperando en aquella habitación aburrida que empezó a ponerse nervioso, así que decidió levantarse de la silla y caminar despacio los pasos que le separaban de la fría ventana para observar cómo la nieve caía desde un cielo totalmente cubierto de nubes y cómo la dura acera se iba cubriendo poco a poco por un manto blanco.
Echemos un vistazo rápido los errores más clásicos: adjetivos por todas partes, adverbios innecesarios, explicaciones superfluas y, lo más grave, una oración de cuatro líneas en la que se está contando bien poco.
Ahora voy a irme al extremo opuesto con el siguiente ejemplo:
Se levantó de la silla, impaciente, y vio caer la nieve por la ventana.
Una frase corta, simple y directa. Pero, prestemos atención: estamos ofreciendo la misma cantidad de información que en el ejemplo anterior. ¿Necesitamos describir cómo el protagonista se levanta de su silla y va hasta la ventana paso por paso? ¿Hace falta decir que el cielo está cubierto de nubes cuando ya sabemos que está nevando? No sé vosotros, pero yo nunca he visto nevar con el cielo despejado. Con esta última frase ahorramos espacio y conseguimos evitar aburrir al lector. Es más sosa, lo sé; si escribiésemos un relato solo con frases de este estilo parecería un telegrama, pero si le añadimos un par de retoques y le damos un poco de personalidad, conseguimos algo como esto:
No aguantaba más tiempo sentado, la espera lo estaba volviendo loco. Se acercó a la ventana y echó un vistazo al exterior: la nieve caía sobre la acera y se amontonaba en los bordillos.
Frases cortas, concisas y explicadas con naturalidad que en vez de aletargar la imaginación del lector, la estimulan. No hay que aburrir con una prosa cargada de floripondios, lo que esperan de ti es que les cuentes una historia, ¡limítate a contársela!